Ellos, vivían bien.
Cada día, las personas se acercaban y les daban de comer.
Les hablaban y entre esas palabras, salían muestras de cariño.
Nunca les faltaba de beber y dentro de ellos, había una sed especial.
La comodidad se había transformado en rutina.
Ninguno sabía de la existencia del otro y eran vecinos.
No sólo era una pared lo que los dividía, sino una jaula.
Barrotes tan duros como lo puede estar un corazón luego de haber sufrido.
Por cosas del destino, la manijita se fue falseando hasta caer y milagrosamente se abrió la puerta.
Llegaron las dudas y se paralizó todo su ser.
Miró hacia todos los lados posibles y justo esa tarde, no había nadie.
Sin pedir permiso, se atrevió a salir.
Sus alas tomaron fuerza y recorrió la habitación y todo el hogar.
Se acercó a un gran ventanal y observó el mágico cielo.
Descubrió un mensaje especial y sintió que tenía que salir, que conocer el aire.
Pero fue mucho más lo que la vida le presentó.
En paralelo y del mismo lado del amor, vivía la que sería su compañera.
Las miradas se cruzaron y nacía el amor animal.
Juntos, confirmaron que para sentirse plenos, debían ser parte del otro.
MARIANO SANTORO