Había una vez un niño que ya se había hecho adolescente y se puso a jugar.
Comenzó a investigar todo lo que podía.
Su mirada se afinó y cada vez, podía observar mejor la vida.
Muchas personas confiaban en él y así, fue que aprendió a juntar anécdotas e historias ajenas.
Y él, también era protagonista de las propias.
Las emociones, se presentaron un día y convivían todas juntas, con todo lo que eso implicaba.
Y hubo desbordes, porque fueron necesarios para el aprendizaje.
Y la velocidad con la que se vivía, a la vez, tenía tiempo de hacerse casi en un cuadro por cuadro.
La memoria se hizo fuerte y con mucho espacio para acumular información.
Y no todo era necesario, pero los silencios de las palabras jamás dichas, también iban a los recuerdos.
Y hubo timidez, hubo temores lógicos y algunos, inventados por la propia mente.
Vivir, era cada día una nueva oportunidad y una sabia experiencia.
Y este adolescente con corazón de niño, se llenó de arte.
La música lo envolvió y pudo soltar lágrimas por no haber actuado a tiempo.
Y la actuación también llegó a él, para liberar lo que se generaba en su interior.
Y eso también era creatividad, porque todo se transformó en diseño.
Y todo junto era como una gran película que se escribía al instante.
Ese Celuloide, lleva en sus diapositivas, amores de todos los colores que fueron situaciones y hoy son historia.
Y parte de su historia persona, se sigue escribiendo hoy día, sumando arte, sumando vivencias, sumando latidos.
MARIANO SANTORO