El verano le daba la bienvenida a una maravillosa seguidilla de eventos muy emocionantes.
La Navidad abría las puertas de la fe para creer en que alguien había llegado para salvarnos.
Una historia que con el tiempo, fue tomando poder y cada uno adaptó su creencia.
Las casas se transformaban y cambiaban los colores y todo era rojo, dorado y verde.
Casi, causalmente, como un semáforo.
El la que el rojo nos ayudaba a frenar los impulsos y disfrutar del instante.
El dorado, era el alerta para la sorpresa de todo lo que llegaría.
Y el verde, la luz de esperanza que cada año, se potenciaba.
Pocos días después, no sólo cambiábamos el almanaque, sino que empezaba un año nuevo con la fuerza que se obtiene con la energía que se renovaba.
Un año que traería lo que uno había cosechado.
Y nuevamente, aparecía otro gran acontecimiento.
En el que los chicos, anhelábamos conocer el contenido de esos regalos debajo del arbolito.
Mirándonos hacia el interior, pensamos en todo lo que realizamos todo el año, si nos portamos bien, si hicimos la tarea, si en resumen, fuimos buenas personas.
Y una cartita era el fiel testimonio de nuestro deseos materiales.
La eterna ilusión de encontrarnos con eso que queríamos.
La alegría, ya se adhería a nosotros, la noche anterior.
Teníamos la sutil sospecha de que esos reyes, eran alguien muy especiales.
Pero la inocencia es una bella virtud en los niños.
Y el amor que sentimos por ellos, era tan grande, que jamás nos importó saber que esas 3 personas de la que tantos años nos habían hablado, en realidad eran 2; las más importantes de nuestra vida.
MARIANO SANTORO