martes, 12 de abril de 2016

Recreo

La campanada sonaba tan fuerte en los oídos, pero a la vez, era algo liberador.
Era ese momento especial en que llegaba el recreo.
Salir corriendo hacia ese gran patio, como si no llegásemos a tiempo; no queríamos perder segundos valiosos.
Los bancos era copados por diferentes edades, ya que cuando se trataba de jugar, no había discriminación.
Las figuritas eras las reinas de los recreos y tanto los bancos, como las paredes, eran su complemento.
A la vez, el kiosco se abarrotaba de personitas con ganas de comprar las golosinas de turno y de cada época.
Vestidos de blanco y ese color duraba muy poco, ya que en nombre de la libertad, no importaba caernos, ni ensuciarnos.
En el fondo, estaba ese gran escenario que se abría y era centro de atención en los actos.
Y todos hemos sido esa estrella famosa, aunque sea cumpliendo un pequeño rol, pero estar ahí arriba, nos hacía sentir únicos.
Durante esos minutos que duraba el recreo, nos olvidábamos de lo que había sucedido hasta esa ruidosa campanada.
Lo que pasaba dentro del aula, era para focalizar nuestra parte estudiosa o de compromiso.
Sabíamos que teníamos el deber de pasar, de aprobar cada materia, aunque ya teníamos nuestras favoritas y las que se consideraban difíciles, sólo pertenecían a una pequeña porción de alumnos.
Y nuestro genio, era todo lo contrario, ya que pasaba por inventar y crear una manera novedosa de copiarnos sin ser vistos.
Y la culpa; ni sabíamos su significado, porque creíamos que eso era cosa de adultos.
La inocencia era parte de nuestra piel y todo era risas y carcajadas con ganas, con mucha fuerza y ruido.
Como esa gran campana que nos invitaba a salir a jugar.
Y también estaba nuestro recreo mental, que era ver a las niñas del otro lado de esa puerta grande que era el comedor.
No todos tuvimos un colegio mixto y eso lo hacía más tentador, más prohibido, más interesante y a la vez, más complicado para sociabilizar.
Enamorarnos, era algo pasajero y teníamos sensaciones muy duras que más tarde comprenderíamos que se llamaba sufrir.
Y hoy, ya adultos, necesitamos esos pequeños recreos, para dejar volar nuestra imaginación y alejarnos un rato de las responsabilidades y obligaciones; solamente, para permitirnos jugar un ratito.
MARIANO SANTORO