Tengo muy presente cuando subí por vez primera a una bicicleta.
El gran desafío de mantener el equilibrio.
Sí, bastante parecido con lo que es la vida en realidad.
Que los movimientos no sean agresivos y no girar demasiado para ningún lado.
La vista, lo más derecha y hacia aquél horizonte que no llegaba nunca.
Y la vida, pasaba como palos de postes, como luces de avenidas, como emociones que se convierten en adultas.
Y en ese viaje, uno aprendió a valorar la soledad.
Las ruedas que supieron andar por caminos de todo tipo, las mismas que fortalecieron las piernas.
Y la luz de fe que acompañó durante el trayecto.
La guía perfecta para poder dialogar con nosotros mismos.
Muchas noches de alegría y diversión.
Y los días que amanecían con compañía, pero sabiendo que en la soledad, creceríamos en varios niveles.
Ruedas que aprendieron a girar.
Pensamientos que se acomodaron en el camino.
Y hoy, poder observar el sol y valorar su agradable calor.
Y la edad, que juega con los recuerdos.
Algunas cosas quieren repetirse, pero sabemos que hoy tienen una nueva mirada, porque el viaje duró lo suficiente para saber que hubo impulsos adolescentes.
La paciencia de emprender un nuevo viaje, aunque la bicicleta tenga antigüedad, sigue con los deseos genuinos de jugar.
La utilidad que le demos al viaje, fabricará nuevos recuerdos que sabrán acompañar otros momentos de sol y de la edad.
MARIANO SANTORO