domingo, 22 de marzo de 2009

Armadura emocional

No es necesario explicar la manera que nos han hecho daño. Todos y cada uno conoce sus debilidades y lo que tanto le ha costado salir, si es que obtuvieron esa victoria. Las dudas y desconfianza se hicieron piel y nos cuesta empezar de nuevo. Recorrer el camino que ya conocemos y recorrer las mismas calles de la vida y del amor; se hacen muy difícil. Nada nos sorprende, creemos haber vivido y visto todo. La pesadez y esa carga que ya poco tiene de espiritual, nos cuesta llevarla.
Mezclar y dar de nuevo no es fácil ponerlo en práctica. El dolor al fracaso nos tira y empuja muy abajo. Las heridas ya ni tienen sangre por sangrar. La cabeza está colmada de problemas y nos desviamos; resignamos al amor como algo ya poco importante y el encierro en nosotros se va apoderando de todo.
La misión es empezar a armar esa caparazón. A valorarnos y hacernos fuerte, aunque la fortaleza no la soporte nuestro cuerpo de tantos errores. Tapemos lo que nos da vida, con botones o lo que sea bien duro; no importa de qué tamaño, hagamos que parezca lindo, reciclemos lo que más valor tiene y protejámoslo de todo mal. Con la aguja de la experiencia vayamos cociendo uno a uno para hacer una armadura, pero a la vez, con un toque de belleza. Desde adentro es que sale la luz. La luminosidad nos permite disfrutar de muchas cosas. Ver que se puede. Ver que aún tenemos mucho por dar y mucho más por recibir. Que lo que llega de forma casual, tenga una causalidad en pos de mejorar. Ver que si nos hacemos una cirugía interna, se pueda ver reflejada en nuestros rostros con las enormes ganas de saber que aunque las puertas ya las conocemos, podemos darle otro sentido, podemos verlas diferentes, cambiar los muebles con la imaginación y armar nuestro mundo ideal. Armar, como si se tratase de un juego de niños, pero sabiendo que estamos armando mucho más que un juego: nuestra felicidad. Soñemos despiertos para que en el momento del verdadero descanso, estemos satisfechos de saber que lo logramos.
MARIANO SANTORO