Había una vez un niño que dentro de su ser, habitaba un adulto.
El adulto interior que le hablaba, que lo guiaba.
El que le iba mostrando partes de la escuela de la vida.
Este niño, mientras crecía, su cabeza iba más allá de lo habitual.
Se hizo muy amigo de las fantasías y de los sueños, porque su interior le decía que todo eso, era posible hacerlo realidad.
Fue conociendo situaciones duras y difíciles, pero el destino le brindaba nuevas oportunidades y a lo demás, a lo que ya no servía, quedaba como parte del aprendizaje, pero lo superaba.
Miraba y observaba y se transformaba en un gran espectador de todo lo que pasaba a su alrededor.
La comunicación interna cada vez era más profunda, porque ese niño, le daba un buen uso a su cerebro.
Las experiencias del adolescente tímido, florecían para dar paso a la adultez.
Y en su interior, hubo una pequeña modificación; pero estaba acordada que sería así.
El adulto que nació junto a este niño, tomaría su lugar y el niño, viviría en su alma.
Y la edad trajo consigo nuevas situaciones, nuevas anécdotas que sólo se pueden contar cuando se han superado, porque el dolor sanado, sirve como motivador para otras personas.
Las emociones salían a la luz, guiadas por el brillo interior de ese niño que crecía en un cuerpo adulto.
El amor a sí mismo, le fortaleció la autoestima y fue así que pudo afrontar los obstáculos que se presentaban y serían parte del pasado que es hoy.
Dándole más valor a lo no material, aprendió que la vida tiene mayor sentido.
Que los valores encarnecidos son las virtudes de su ser.
Una vida vivida donde se estudia cada materia para aprender a valorar cada lección y tenerla presente.
Y es esa la conjugación en la que él, el niño y el adulto, se sienten cómodos, felices, plenos.
Porque en este presente, ambos, se la pasan jugando.
MARIANO SANTORO